domingo, 21 de agosto de 2022

la vida clara

 



Hijo, hijo mío, pequeño. Te veo crecer sosegadamente como un ternero que muge y confía. Tiendes tu pureza sobre mis brazos y por un momento soy toda la pureza de este mundo, toda la fuerza, la promesa de una vida aconteciendo.

Procuro darle un sentido a todo, procuro dárselo al mundo que te ofrezco. Trato de no temer, me esfuerzo por esconder la ansiedad. El miedo y la soledad me asolan como si una mujer prendida me recorriese cada noche como quien hilvana un muerto. Un terror profuso, noctívago, que escondo de ti, que exprimo afanosa en la parte posterior de mi cráneo hasta ofrecerte una mirada pulida y suave, una vida clara, reluciente como un mendrugo de paz.

Asumo mi debilidad, mi torpeza, este no saber hacer que tan bien camuflo. Reconozco mi egoísmo, mi capacidad para romper los objetos que más brillan. Te doy lo que no soy para poder serlo.

Y tú, tan rosa y tan diáfano, no exiges, no reclamas, aceptas todo como si fuese nuevo, como si yo pudiera crear cada objeto de este mundo exclusivamente para ti.

Toco tu piel suavísima, dibujada con una belleza avariciosa, la toco enmudecida sin querer violentar ese sueño magnífico en que descansas tras pasar de una fiereza eléctrica al agotamiento extremo en un segundo. Acaricio tu piel y te pido perdón, ahora, mientras ocupas un espacio diminuto de esta cama, te pido perdón porque tengo treinta y seis años y apenas soy una niña. Yo también entro en la vida temblorosa, titubeando, pero mi titubeo no luce tan indemne, tan dramáticamente incólume. Sólo espero no tropezar mientras te cargo. Sólo espero que te enorgullezcas del finísimo afán con que te arropo.

Cada noche observo la oscuridad, caliente y humeante, y me tiendo sobre ella, exhalando, como quien se tiende sobre el lomo de un animal satisfecho. Y doy gracias. Gracias por la risa, la luz, el llanto y el error. Doy gracias mientras me miras con los ojos entreabiertos, soñando, confiado en que no te dañaré, en que tomaré las mejores decisiones, haciéndome suficiente y rebosada, mientras la duda titila a nuestro alrededor, centelleando con temblor ligero.





foto: david bravo 

martes, 19 de noviembre de 2019

me canso de temer que me apuñalen








Yo no soy quien tú crees. He creado una estructura arquitectónica de nervio preciso y delicada corpulencia un sistema planetario que tirita bello en la fisura, he creado para ti - desconocido - el mausoleo al que acudes sin saberlo a alabar a un muerto que no existe.

Te observo allí y me tumbo a admirar lo edificado desde el hueco duro en el que habito y pienso qué fatiga cuánto esfuerzo gótico de huida qué cansancio calibrar constantemente lo que se ve y lo qué se da no vaya a ser que no te quieran.

El miedo no justifica este repliegue, desde el hueco sólo cabe vivir en el impago, la deuda que genera la barrera te ha dejado dos cuotas por detrás de lo que fuiste. Nadie nos avisa del incendio. Nos dicen, hay que sobrevivir la herida, sublimarla hasta hacerla pájaro pero, y el muerto, y el miedo, y la ansiedad que trepa y asfixia como un reptil infectado.

Me canso de temer que me apuñalen. Me canso de crear caminos intrincados que digan qué esplendido amor propio qué precisa la muralla qué pensamiento tan pragmático, me canso de vivir en la oquedad mínima que me deja mi temor a ser herida. Me canso de temer que me apuñalen.

Sobreviví una guerra, dos guerras tres guerras, no iba a sucumbir, decidí actuar normal, hice amigos, bailé y bebí para olvidar, no se notaba, fui deseada, fui querida, hacía gestos graciosos con las manos, lograba volver a ilusionarme, por un momento pensé que ya estaba, que lo había conseguido, que la profunda confusión que había sentido cuando decide aniquilarte quien te quiere, no se había cobrado apenas nada en mí, pero había detalles, quizá, que no encajaban, reacciones excesivas, una hermosa autodestrucción como un incendio incontrolable en una montaña helada, algo como descolocado, la compulsión frenética, la sobre protección recalcitrante, el exceso de impoluta teoría. La casa perfecta que esconde un cadáver descuartizado.


Da miedo la herida. Da miedo entender que te has convertido en un reclamo reluciente que sólo sirve para alejar a los monstruos del hueco donde realmente sobrevives. 




2019 ~ inédito )










lunes, 3 de junio de 2019

El féretro.




Dos años sin escribir. Dos años en el más absoluto silencio.

Y ya no sé volver, Bárbara, ya no consigo encontrarte. Ya no sé gestionar tu dolor. Hace tiempo que dejé de estar a la altura de tu dolor. Como vidrio soplado que estalla al contacto con mis manos heladas, ya no sé manejarlo, ya no sé convertirlo en pájaro ni en marea ni en noche sublimada ni en puñal en flor. Ya no sé salvarte. Me siento tan sola, sin mí y sin mi voz. Mi voz era lo único que se hacía fuerte a golpe de herida y llanto, y ahora, sin ella, todo se llena de herida y llanto y nada se hace fuerte. Me siento tan perdida. Tan atareada de nada. Tan distraída por tanto vacío dentro y vacío fuera y vacío dentro otra vez. Tan cubierta de piel pero sin piel verdadera. Tan cubierta de falsos trofeos, de falsos hombres, de falsos señuelos y falsas palabras.

Ahora todo me enmudece. Los hombres han visto el efecto que el miedo que me generan causa en mí y juegan a acallarme. Y yo me callo, sí, porque ya no sé reaccionar. Olvidé cómo hacerlo. Llevo dos años callada, dos años tan largos como el tamaño de mi féretro, porque lo que un día fue supervivencia, pronto se convirtió en hábito, en normalidad, en repetición distraída, en gangrena paulatina de los órganos más bellos por falta de atención y oxígeno. Qué desolador resulta escribir que te has acostumbrado al miedo. Cuánta tristeza y cuánto golpe se esconden bajo esa idea. Y ahora vivo así, aquí, bajo esta ciudad descielada, rodeada de antipaisajes, contemplando la esfericidad perfecta de mi propia autonegación, con el nerviosismo desasosegante del que sabe que olvidó algo muy valioso en alguna parte pero no logra volver sobre sus pasos.

Recuerdo que hice un agujero en el suelo lo suficientemente hondo como para que no me encontraran, como para que no pudieran dañarme más, y me metí en él y me quede muy callada y muy quieta, sin saber que había cavado mi propia tumba y desde entonces yacería en ella como una yegua enferma de latido sibilante.

Odiaron tu luz y en vez luchar por ella, decidiste apagarte.

Siento haberte soltado la mano, Bárbara. Siento haberte extraviado. Siento no estar allí para abrazarte. Siento la violencia y el miedo. Tanta violencia y tanto miedo. Siento haber dejado que todo se hiciera más grande que tú. Espero que cuando te encuentre, puedas perdonarme.
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foto: neorrabioso

miércoles, 19 de abril de 2017

poema recitado # 4


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  ⥊    eléctricamente muertos  ⥋




jueves, 23 de febrero de 2017

poema recitado # 3

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 ⥊    el verano interior 
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martes, 20 de septiembre de 2016

La expectativa.

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Has entrado en mi vida rompiéndolo todo. La calma. La paz. El estanque quieto, cristalino. La autosuficiencia. Todos los muebles rotos, ladeados, ubicados ahora en sitios imposibles. Y cuando por fin el amor es tan denso que cristaliza en las ventanas. Cuando por fin el amor es tan denso que hace temblar a los animales aturdidos de mi pecho - casi al unísono- como si estuvieran invocando el mundo con su violento tiritar. Entonces, justo entonces, anuncias que te marchas.
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Ha sido un vagar agónico, éste. Un deambular con el cuerpo debilísimo, golpeado. Esperando secretamente algo de locura y valentía: elegir el amor sobre todas las cosas, pronunciar mi nombre hasta perder la voz. Lo oficioso, hinchando mi pecho levísimo. Lo oficial, perfectamente calculado, milimétricamente insertado en cada gesto para no revelar la mujer incendiada que recorre mi cuerpo hasta hacerlo real. La expectativa es un lugar precioso desde el que despeñarte. Una exhalación idiota, dolorosa. Maldita.
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Y ahora todo es perder. Perder incluso antes de haber tenido. Y perder, quizá, lo más grande: la posibilidad, los tiempos verbales futuros, los pretéritos perfectos. Cambiar la efusividad por el llanto rítmico que astilla el hueso. Por el silencio. Por la espera. Por la distancia que conserva los cuerpos intactos en el formaldehído de aquello que no fue y que no será: la pantalla retroiluminada, los aeropuertos inmensos, el no está no contesta, hace un frío de siglos aquí. Y los conserva bellos, bellísimos, imperecederos, pero verdes pero huecos pero rebosantes de larvas pero horadados por la fauna microscópica de la imposibilidad.
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Ahora sólo queda recoger las cortinas del suelo, disponer los muebles de manera que el resplandor del acontecimiento no me ciegue, de manera que la contundencia de esta idea no me destruya por completo. No-te-eligió. Y colocar una sábana roída sobre esas tres palabras. Cubriendo su miseria con decoro y compasión. Con profunda humillación. Con abismo.


Y ordenar mis cabellos. Alisar el vestido. Intentar que el aire entre en esta habitación que se ha hecho mundo.
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foto
foto:  felipe butragueño

miércoles, 18 de noviembre de 2015

idas

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Ya no bailas en la boca de tu dios. Ni siquiera sabes si conoció tu nombre. Sólo sientes que la casa está vacía, y que tu corazón se endurece.
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Ese ritual de la esperanza, que aplicabas insistentemente en tus mejillas, con tanta fruición, te ha dejado el hueso limpio – impoluto- , y la mano abierta, con una hendidura más vasta que la vida.
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Deberás reaprenderlo todo: la línea el dedo fértil el temblor. Y entender que las cosas ciertas son heridas, herrumbre que aflora entre las grietas.
La edad ya no estalla en tus pupilas. Se quema como el resto de la ropa.







foto: bárbara butragueño 2012

pequeños textos sin relevancia (IV)







Camino por la avenida. Hace frío. Esquivo charcos que se abren a la noche como mujeres parturientas. Esquivo un charco con forma de dios. Pienso en Clara. Clara decía, no se puede ser madre e hija al mismo tiempo. Pienso en Clara tendida en este charco como una ofrenda. Clara, Ofelia del extrarradio, con el pecho abierto de par en par. No se puede ser madre e hija al mismo tiempo. Te desorienta, decía. Te aniquila. Pienso en Clara sosteniendo a una madre con la cara pixelada. La cara turbia y el cuerpo tintineante como el de un insecto que agoniza. Clara dando de mamar a su madre de la ubre helada de la noche. Y el triángulo isósceles abriéndole el pecho de par en par, la herida panorámica, la rivalidad devota y confusa. Clara tiene el pelo negro. Pero no es un negro, negro. Es un negro anaranjado, violáceo, como quien cierra los ojos con violencia y ve a la oscuridad desperezarse mansamente, casi eléctrica. Pelo de abismo, de fin del mundo efervesciendo, de miles de insectos bullendo, Clara. Clara tiene fiebre por las noches. Es una fiebre de otro mundo. Cuando duerme, habla y maldice y se queda como licuada. En el cielo de su paladar hay un planeta que gira. Yo coloco paños mojados en su rostro y entonces comprendo que el bebé que va a dar a luz está muerto y tiene su nombre y su rostro humedecido. Clara lleva embarazada treinta años. Cuando tenga este hijo, el cielo se plegará sobre sí mismo y habrá epidemias.









diario noviembre 2015
foto: bárbara butragueño 2013

domingo, 15 de noviembre de 2015

pequeños textos sin relevancia (III)


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La vida se tiende ante mí como el lomo de un animal templado. Ya casi no recuerdo las palabras. Es raro este cuerpo, tan distante. Esta palabra tan combada, tan retráctil. Tantas cosas. Las cosas que perdí. Las cosas que dejé de lado. Las cosas que vi morir. Las cosas que dejé morir. Las cosas que de muertas, y tan muertas, ya ni duelen.
Todas se agolpan ante mí. Todas me observan ahora. La gente pasa y no conoce. No sabe que al fin ha ocurrido y estoy aquí, exhalando una respiración forzada en la boca de un cadáver. Tanto tiempo exhalando una respiración forzada en la boca de un cadáver.

Resulta turbadora la sombra que proyecta una persona herida

No sé si sabré andar. No sé si hablaré recto, bajito, derecho, dulcemente, como habla la gente a la que la vida ha devuelto a la orilla zarandeada. No sé si se notará. Si cuando gire la cabeza o suba el mentón o tienda las manos con delicadeza en mi regazo se apreciará el vacío, la soledad, la injusticia, parpadeando, como un insecto que resplandece debilísimo en la noche. 
La injusticia. Ese dolor tan pulido, tan perfecto, que encaja tan bien en tu corazón. Como si tu corazón hubiese nacido después, a partir de esa oscuridad y de esa infamia.

Explicar la expectativa. Explicar que en la expectativa, en la verdadera expectativa, hay altura, y por tanto, hay fallo. Explicar que un ser puede tener toda la luz y toda la noche de este mundo agolpadas en su cuerpo y puede ser capaz de moverse dramáticamente entre el éxito más rotundo y la herida más dañina. Y sentir su dolor. El dolor de los que se han quedado, de los que siguen en la herida, intentando salir, exhalando una respiración forzada en la boca de un cadáver que no saben si será eterno. 

Yo sólo quiero volver a sentir fuera de esta cabeza que se ha hecho mundo.







diario 14/05/2015
foto: bárbara butragueño

martes, 30 de diciembre de 2014

lunes, 6 de octubre de 2014

pequeños textos sin relevancia (II)








Ésta es la crónica de lo pequeño. La crónica del que se ha ido arrebatando, casi sin darse cuenta, segmentos de habitación, autopistas radiales, avenidas. El diminuto cosmos de aquél que se ha quedado con, apenas, cinco centímetros para moverse. Tres en vertical, dos en elipse perfecta.

Con cadencia despreocupada ha ido cincelando los ángulos aéreos, las bolsas de oxígeno, las bóvedas celestes y, ahora, este orificio calcáreo es, pura y simplemente, obra suya. No puede quejarse. No puede, siquiera, suspirar con fatiga. Debe continuar, encajar la sonrisa en los dos coma siete centímetros que le ha asignado, y avanzar entre la maleza ofuscada del que sabe que se ha vencido. Ser un ser por exclusión. Vivir en el espacio que uno se ha restado a sí mismo del mundo. Y cabalgar la muesca, el agujero milimétrico, el hollín que dejó la mano al apoyarse sobre la ventana. Vivir en esos detalles. Convertir el átomo en catedral, el ácaro en elefante albino, la suciedad en jungla. Y expandirse en lo pequeño. Arrojarse en parapente desde la cabeza a los pies de uno. Y planear sobre los errores en eternos círculos concéntricos, como cualquier otra irrelevante criatura de este mundo.




foto: bárbara butragueño 2010

miércoles, 1 de octubre de 2014

pequeños textos sin relevancia (I)







A veces siento que la felicidad es un gesto, una contracción muscular.
Puedo elegirla. Apresarla. Esforzarme por serla y ser. Y parece, desde luego, felicidad. Pero hay en ella una cierta tibieza, algo sucio, residual, como el calor de un asiento recién desocupado. No es del todo mía. No sé, siquiera, si es del todo nada. Pero la finjo y me finjo, sonrío y me esfuerzo. Y, así, me relaciono con los otros. Les cuento historias con la voz aguda del que miente y no se cree del todo su mentira. Les cuento historias en las que soy y los demás me reconocen, en las que el mundo cobra sentido cuando lo toco con mis manos. Historias que les hacen sonreír y a mí me permiten ser, aunque sea de forma microscópica, desde esas bocas ajenas que brillan como paracaidistas nocturnos.
Pero la felicidad es siempre de los demás. Como si sólo pudiese existir en trayectoria, en el arco que dibuja la mirada maravillada y ajena. Como una nube que desaparece en la ventanilla de un avión o la luz pálida del fuego fatuo que se aleja. Un sentimiento que uno viste como si vistiera una cáscara o la piel mudada de un reptil mitológico.
Quizá lo que ellos llaman felicidad sea justamente eso, y a los demás sólo nos quede vivir en el eterno umbral de esa palabra.







foto: Bárbara Butragueño 2011
q

sábado, 5 de abril de 2014

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(poema)


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fotos: bárbara butragueño 2013

miércoles, 6 de marzo de 2013

nota

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Aquí estoy, luchando por no enfermar de pequeñez, blandiendo el mosquito y la herida como quien está terriblemente solo en el centro de una playa y agita maderas y harapos inservibles y piensa que la soledad es un simple grito rodado, ya insignificante, ya reluciente de tanta ola batida
No ves, no entiendes que te llamo y tu mirada, piedra convexa y magnífica, no mira, nunca mira, pasa de largo a través de mis ojos como quien pasa a través de una puerta y se quita el abrigo y mueve el cuerpo con afán de colgar la pesada prenda en el perchero, pero no hay perchero en esa puerta, no hay. Sólo el aire y el movimiento de la mano curvándose en su pausada coreografía y el abrigo cayendo. 
Y el hombre continúa caminando, distraído, abrazado al perchero imaginario de su mente, a la calidez de su rutina hormigueante, a la estantería llena de nombres y momentos ajenos que este espectador no puede, si quiera, atisbar. Y de los que este espectador ya no será, si quiera, testigo.

Pero hay algo de injusticia en todo esto. Porque yo te conozco, y tú me conoces, y hemos hablado desde una cima, nos hemos mirado a los ojos desde esa cima, y hemos sentido calor. 
Yo te escuché pronunciar mi nombre con una voz de otro tiempo, como si vivieras en un lugar lleno de plantas y nieve y pronunciaras mi nombre desde allí, hablando a la mujer y a la herida con una misma voz y un mismo rostro. 
Pero te has marchado. Y ya sólo queda este crujir de hojas que se siente como un resuello. Y pienso, qué injusto que sólo sepas mirarme a los ojos desde esa cima en la que yo fui yo y en la que tú eras siempre. Qué frío desde este lado. Qué solos estos cuerpos que de repente se desconocen. Qué dolorosa, ahora, la simple existencia de la posibilidad. Cuánto dolor agolpado en su belleza inexpugnable. 
Me has arrojado el idioma que te hizo humano y ahora se revuelve en mis manos como un ciempiés bocarriba. ¿Estaré loca?, pregunto. Los locos. Los locos son los que no esperan respuestas. Y tú esperas respuestas. Y esperas su olor. Y su hiedra envenenada. Aunque sepas que te has vuelto a quedar sola. De nuevo. En esta agónica conversación interminable.

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domingo, 24 de febrero de 2013

enseñadme

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He cruzado continentes


he contemplado multitudes bullir de pura fe


he visto niños resplandecer


como almendras de oro


incrustándose en la vida con la impertinente

templanza de los sabios

y, ahora,

con los ojos apretados

y la boca pequeña

como un meteoro incandescente exijo

la posibilidad, al menos, de lo propio

la calma que genera conocer

el surco profundo del camino

y exijo y exijo y tiemblo

con el cuerpo seco como el hueso

de una fruta deliciosa

y me digo

pequeño coleóptero, bestia de pecho

descendido, fantasma

de fantasmas, tú

que desconoces la profundidad

de tu nombre el bello horror

de lo incierto confundes

valor e incertidumbre confundes

amor con cobardía

y la única patria que alguna vez concebiste

si quiera como tuya

es este despeñarte

constantemente

contra el basalto helado de los sueños
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Cada día cruzo campos cubiertos por improvisadas tormentas

de nieve imaginaria

cargando con un simple dolor que me cobija

y sé y me repito en voz pausada y torpe

que hay hombres que permanecen de pie

en avenidas repletas de moscas y gusanos

y aprietan sus frentes contra los cristales helados

de las tiendas

y ruegan

a Dios

que les perdone

esos hombres

han comprendido

que la mayor infamia de los vivos

es negarse

y se detienen en el centro de esas calles

y lloran fatigosamente

y dejan

que las moscas beban

de las cuencas vacías de su orgullo.



Hombres, os lo ruego, venid. Venid 

pero no miréis a ésta que aún no sabe

ponerse en pie y caminar desnuda

y se ha pasado la vida rebuscando en vertederos

harapos y artificios con que cubrir

el densísimo ardor de su vergüenza.


Venid, pero no probéis las manzanas

de mi nombre ni el inflamado sabor

de su mentira, enseñadme

de qué están hechos los huesos

de los hombres verdaderos

enseñadme a llorar

enseñadme a morir del todo

rotundamente en este instante

enseñadme a no caer en la cansina derrota

de lo fácil vosotros que deambuláis

por una estepa blanca y refractada

arqueados la sangre

y los colmillos

arrastrando un carro al borde del delirio y del desguace

vosotros vosotros enseñadme

os lo ruego enseñadme

a hacerme justicia

enseñadme

a ser.
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foto: bárbara butragueño 2012

viernes, 30 de noviembre de 2012

el amor es esto

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A tus padres - les pesaban - tantas cosas - en los hombros. Priorizaron. Dijeron. El amor es esto. Y te tendieron una piedra reluciente. Tú temblabas como un ciervo que boquea en su placenta. Expectante. Agarrotada de ilusión. Casi endurecida. El nerviosismo del reptil que se asoma, torpemente, a la existencia. Y repetían. Abrían la mano y repetían. El amor es esto. Hacer-las-cosas-bien. Si haces las cosas bien, podrás tenerlo todo.
Y, de pronto, comprendiste. En esa diminuta porción de lava sólida cabía todo el amor del universo: el amor hacia ti misma: el amor de los otros. Dimensiones astronómicas que, de pronto, y sin merecimiento alguno, tenías el honor de manejar.
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Rápidamente calibraste las consecuencias de todo aquello. Miraste la piedra reluciente y sentiste la libertad golpeándote la cara como te golpea la luz al despertarte: cubierta de trapos, mullida. Vislumbraste los veranos de diecinueve plantas. Los secretos como flores. Tanta - posibilidad. Y así, el cuerpo, el amor y la vida adulta se colocaron, sin saber muy bien cómo ni por qué, a pocos movimientos de distancia. El futuro parecía, al fin, una bestia apetecible. Te acercaste, con los bolsillos temblorosos, y recorriste su lomo caliente con el dorso de tu mano. Sentiste su calma sorda y vibrátil agitándose con sequedad bajo tus dedos. Y unas escamas tibias y crujientes, convocando el pulso de lo que parecía tu vida aconteciendo.
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Salías ganando. La ecuación siempre arrojaba un resultado positivo. La piedra reluciente era hacer las cosas bien - hacer las cosas bien era todo el amor del universo - todo el amor del universo era hacer lo que quisieras - hacer lo que quisieras era la piedra reluciente que era hacer las cosas bien. No había fallo posible: esfuerzo limitado, beneficio ilimitado. Un cheque firmado, con una cantidad emborronada, que te disponías, alegremente, a sobrescribir. Un pacto de adultos. Cosas importantes bullendo sobre la mesa como peces al borde de la deflagración. Y pensabas. Éstas son las cosas que realmente pesan en la vida. Y esa idea cayó sobre ti con la sequedad de un apretón de manos. Y te pusiste seria e intercambiaste con dureza aquellos peces en llamas. Transacciones limpias y elegantes que duraban cursos escolares o semanas. Y ya está. No había nada más que hacer. El premio era tuyo: la libertad aleteándote en la cara, el tiempo adulto, los secretos como flores, los veranos de diecinueve plantas.
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Pero. Respira. No te culpes. Es lógico. Te tendieron la mano. La piedra reluciente brillaba. Y tú la cogiste. Qué otra cosa ibas a hacer. El problema era el terreno. El contexto. En el noventa por ciento de los problemas el contexto es determinante. Tanto, que en un sesenta por cierto de los casos, sin el contexto, el problema no habría existido. Determinante o detonante, si lo prefieres. El contexto o la ausencia de puntos de referencia, en este caso. Me explico. Que te dijeran. Esto es el amor. Y eso fuera el amor. Que te dijeran. Esto es el respeto. Y eso fuera el respeto. Que te dijeran. Hay dos tipos de persona. Y que corrieras a colocarte en el lado donde, necesariamente, sabías, a ciencia cierta, que daría el sol. A cobijarte en ese amor selectivo. En ese amor donde. Sólo los hechos. Importaban. El amor y sus cantos duros. El amor y su porosidad fría e implacable. Cada universo propio es como un órgano vital. Palpita a un ritmo que oscila en función lo ingerido. Por eso, mi universo mi corazón mi páncreas, laten raro. Laten desacompasadamente. Cumplen sus funciones con una ostensible dificultad. Cuelgan fofos. Desorientados. Y todo porque la piedra reluciente era un prisma. Un vidrio hexagonal a través del que mirar el mundo. Los peces. Las cosas bien hechas que había que hacer para poder permanecer en este lado. Para ganar todo el amor del universo.
El problema son las cosas. En el setenta y dos por cierto de los casos el problema son las cosas. En este caso, las cosas que había que hacer. En este caso, cosas relucientes, cuadradas, pulidas neuróticamente: estudiar, labrarte un buen futuro, caminar erguida.
Por eso, ser responsable era ser reluciente. Y digo ser reluciente, no ser moral. Y, por eso, ser responsable, es decir, ser reluciente, implicaba abrir los ojos y ver la mano tendida. Y coger la piedra. Y la vida sin límite. Y la libertad sin plazo y sin tasa y término y sin confín y sin orilla. Y yo, como un ciervo que aún boquea en su placenta, intercambiando esas sustancias densas, esas cosas de adultos, tan prohibidas. Y llamando al amor, inteligencia. Y llamando a la moral, amor.

Ah. Por fin. Comprendes. Cómo no ibas a comprender. Y qué culpa tiene nadie de eso. El crecimiento debe ser acotado. Demarcado. Con límites a modo de vías o circunvalaciones. En caso contrario, el crecimiento ramifica en descontrol. Eclosiona en caos. Autocomplacencia. Y las nociones se vuelven espesas. Y se confunden amor e inteligencia. Amor y admiración. Amor y moral. Por eso el amor propio es un planeta, aún desconocido, al que eternamente te aproximas. Una y otra vez.
Todo lo que falta, regresa. Todo vuelve a ti. A modo de sacudida latente. De abatimiento silencioso. Como una derrota previa subrayando el ritmo torpe de las cosas. Por eso, ahora, mantienes relaciones aparentemente fluidas. Contigo. Con los otros. Alisas el mantel. Caminas erguida. Haces las cosas bien. Pero hay desgaste. Fricción. Como una constante sinfonía de bacterias. Y, bajo la chaqueta, los codos en carne viva. La constante oscilación. El descendimiento. La gracia del movimiento con el que, constantemente, agrandas la incisión. Tres. Cuatro. Cinco centímetros. Cada día. Y, siempre, con el pico abierto fieramente, como pájaro de garganta panorámica. Pidiendo. Pidiendo lo que no fue. Pidiendo lo que no tuviste. Las catedrales en el aire y sus nervios. Sus nervios trenzados, segando el espacio como arcilla. Marcando una dirección. La única dirección posible. Hacia arriba. Siempre hacia arriba. No hacia delante.
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fotos: bárbara butragueño 2012

martes, 18 de septiembre de 2012

la certeza como condición exterior

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Las gotas caen como canicas.
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Miro al cielo y siento su pecho hinchado. Puedo oírle relinchar. La cañería marca ritmos ancestrales, como de hormigas metálicas horadando el polietileno, el lenguaje de algún dios. La vida es esto, pienso. Este miedo. La esquirla negra en el ojo reluciente.
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Pensé que podría. Pensé que si me agarraba con fuerza a los árboles, y apuntalaba mi vida con sacos de metal pesado, y avanzaba sin detenerme hacia lo cierto pero inmóvil, hacia las aguas estancadas pero limpias. Pensé, no sucederá. La vida mantendrá su fulgor entre paredes, se mecerá vibrátil en las manos mortecinas del burócrata, se agitará / incandescente aún, impertérrita / sin la saliva y el fango de la duda, con el cuerpo sosegado, y los huesos rectos y las manos rectas, permitiendo a la enfermedad infectar nuevos rincones. 
Quedará algo. Confinado entre vastos rompeolas, sí, pero quedará algo que me permita seguir siendo. Seré yo entre aparatos, carne propia en centralita  intercomunicador  dictáfono. Yo, con la vida rompiendo aguas en mis manos, y el cuerpo y la boca florecidos.
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Pero y si la vida es este miedo. Este. No. Saber. Qué. Y yo tanto tiempo empeñada en salvarme.
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En todo cuerpo hay un abismo. Pero el abismo cambia. Se intercambia. Varía. Porque un cuerpo fuerte puede afrontar la incertidumbre. Es más, un cuerpo fuerte puede disfrutarla, lograr que le engrandezca. Pero a mí, que el alma se me encoge y se me enrosca, y miro mis manos y los ojos de los otros mirando mis manos, y cualquier hueco me atenaza, y la duda hace retumbar mis catedrales, y me expone diminuta y balbuciendo, con la carne despegada, cayéndose a jirones de las manos.
Quizá la vida sea esto, y el temblor no sea un país que abandonar constantemente. La protección está sobrevalorada. La pared, si se levanta por temor, no tiene fin. Quizá yo también sea fuerte. Quizá yo también pueda lograr que la duda me engrandezca. Quizá. Quizá. 
La incertidumbre también puede ser un planeta hermoso. Y la casa: el pasmo. Este vivir en estado gaseoso que tanto temo.
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fotos: bárbara butragueño 2012